Los días pasan lentos,
buscando
escondites en las horas
para
encontrar refugio en su pecho.
A él se
abraza, con fuerza, arañando su coraza,
por ver si
puede arrancarla,
tirarla por
la ventana,
y edificar
una trinchera
donde se
queden dormidos.
Cinco horas
al día,
diez mil
días.
Por
despertar con sus dedos
quemándole
cual rayos de sol,
escribiendo palabras en los rincones
más heridos.
Lluéveme y
hazme llover,
cúrame los
ojos para que pueda abrirlos
y no me
duelan al ver mi realidad,
y encontrar
tu boca.
Muérdeme la
vida,
no importa
si sangra.
La rociaré
después con sal
para así,
cuando ya no
pueda estar a tu abrigo
ni morderme
la lengua para no decirte lo que no te crees,
mirar las
cicatrices
de los días
en que dejaste la puerta abierta
y me dejabas
esconderme en nuestro refugio.
Acaríciame
cuando estés lejos,
prométeme volver.
Y en
silencio, susurrándote desde mis entrañas,
lo último que pido es que me recuerdes,
como se
recuerdan las cosas que te hacen sentir magia.